martes, 29 de junio de 2010

la tercera revolucion de la quimica lewis y pauling

siglo XVIII se le conoce por el nombre de siglo de las luces. Semejante bautizo encuentra razón en el movimiento que invade a Europa en el terreno de las ideas, promoviendo la modernización y el rechazo a todo lo que representara el Antiguo Régimen.

Las monarquías, a tenor con estos nuevos aires, conducen las reformas financieras y educativas que caracterizan al despotismo ilustrado como sistema de gobierno, para continuar con el status quo de dominación clasista y perpetuación de sus privilegios económicos.

Por su parte la burguesía, aliada de los cambios que significaban el progreso social, prosigue minando las bases del régimen monárquico. Con este propósito levanta las banderas del liberalismo político y económico y abraza como suyo el modelo racional empirista.

Esta atmósfera social unida a la crisis que se desarrolla hacia la segunda mitad del siglo provoca una oleada de movimientos revolucionarios que tiene su más alta expresión en la Revolución Francesa. El dominio colonial se estremece con la explosión de la Rebelión Haitiana, la Guerra de Independencia de las 13 Colonias, y la sublevación de Tupac Amaru en el Perú. Se asiste al comienzo de la llamada Era Moderna.

En el campo de los avances de la tecnología se produce en el Reino Unido la Revolución Industrial, que en un contexto socioeconómico favorable e impulsada decisivamente por la innovación de la máquina de vapor de Watt (1769) y el telar mecánico de Cartwright (1783), provoca una transformación renovadora de la industria siderurgia y textil. Este crecimiento de la industria textil a su vez demanda el desarrollo de los tintes y acabados que abren el camino de la química industrial.

A partir de ahora una creciente interrelación se establece entre la tecnología y la ciencia, pero si al siglo pasado correspondió esencialmente la Revolución de la Mecánica, al siglo XVIII toca el cambio de paradigma en el ámbito de la Química.

El pensamiento enciclopédico signo de la época, y la etapa de naciente formación en las Ciencias tal vez explique la inclinación abarcadora de los científicos de la época. Los grandes matemáticos incursionan con frecuencia en el campo filosófico, se esfuerzan por explicar los fenómenos en su totalidad, e intentan construir los instrumentos matemáticos requeridos para la formalización de los experimentos en el campo de la Mecánica.

Los primeros trabajos sobre el calor y la energía se desarrollan en este siglo y representan la base de la penetración en la estructura de la materia y de sus formas de movimiento que se produce en el XIX.

Bordeando la frontera del interés de físicos y químicos, las ideas iniciales sobre el calor se corresponden con toda una etapa del desarrollo de las ciencias en que se introducen un conjunto de varios agentes sustanciales entre los que se destacan el éter, el calórico y el flogisto. Estas posiciones, un tanto ingenuas se basaban en el principio de no introducir la acción a distancia para explicar los fenómenos físicos al no disponer de conceptos y núcleos teóricos acerca de los campos, de las múltiples formas de energía, de sus transformaciones de unas formas en otras y por otro lado para mantener el principio de las relaciones causa – efecto.

La idea de que el calor era una forma de movimiento de la sustancia ya había sido expresada por Robert Boyle y Robert Hooke (1635 – 1701) entre otros, pero no fue elaborada y completada hasta mediados del siglo XIX. Predominó desde alrededor de 1787 la concepción expresada por Lavoisier del carácter sustancial del calor, que llamó a dicha sustancia calórico. En este siglo XVIII se pensaba que el calórico tenía las siguientes propiedades:
1. Es una sustancia sutil que no puede ser creada ni destruida, pero si fluir de un cuerpo a otro cuando estos estén en contacto.
2. El calórico se comporta como un fluido elástico y sus partes se repelen entre sí, pero son atraídas por las partículas que componen los cuerpos y esta atracción depende de la naturaleza de cada cuerpo.
3. El calórico se puede presentar en estado “sensible” o “latente” de forma que el primer estado se tiene cuando el calórico se encuentra rodeando a las partículas como si fuera una especie de atmósfera a su alrededor y en estado latente se encuentra combinado con las partículas materiales en formas semejantes a las de las combinaciones químicas. Para muchos el calórico era un elemento químico.

Uno de los pioneros en la construcción de la teoría moderna del calor fue el físico químico escocés Joseph Black (1728 – 1799). A él se debe la introducción de los conceptos del calor específico y el calor latente de vaporización de las sustancias. También descubrió que sustancias diferentes muestran capacidades caloríficas distintas. Le corresponde el mérito además de haber influido sobre su alumno y ayudante James Watt, que puso en práctica sus descubrimientos al introducir las mejoras a la primera máquina de vapor.

No sería hasta mediados del próximo siglo XIX que nuevos resultados experimentales permitieran la edificación de un cuerpo teórico acerca del calor, como energía en tránsito. No obstante, los experimentos llevados a cabo por Benjamín Thompson (conocido como Conde de Rumford) a fines de este propio siglo demostraron que el trabajo mecánico podía producir calor, lo cual dio por resultado la identificación del calor como una forma de energía y condujo al desarrollo de la ley de conservación de la energía.

El inicio de la Química como ciencia experimental está marcado por los trabajos de la Escuela francesa encabezada por el eminente químico Antoine Laurent de Lavoisier (1743-1794). A partir de ahora la Historia de la Química queda partida en dos, el hito se corresponde con el estudio sistemático de las reacciones químicas sobre bases cuantitativas y la intención de explicarlas sobre una base atomística.

En otro polo del trabajo científico europeo, en Suecia, donde con algún retraso se había fundado en 1710 la Sociedad Real de las Ciencias en Uppsala, el desarrollo de la minería y la mineralogía condicionó el surgimiento de una escuela de químicos que a lo largo de este siglo realizara numerosos aportes en el análisis de minerales, en la comprensión y gobierno de los procesos de su reducción, enterrando definitivamente el ideal alquimista de transformar metales nobles en oro. Entre 1730 y 1782 se reportan los descubrimientos del cobalto, níquel, manganeso, manganeso, wolframio, titanio y molibdeno.

En poco más de cincuenta años se superaría el número de metales descubiertos por más de seis siglos de infructuosa búsqueda alquimista. Con el paso del tiempo, estos metales se emplearían en la fabricación de materiales estratégicos para el avance tecnológico.

Dada la importancia práctica de los procesos de combustión es comprensible que las primeras propuestas teóricas estuvieran enfiladas a explicar lo que acontecía durante la quema de los combustibles. No es posible olvidar que en la Europa de la segunda mitad del siglo XVII la industria metalúrgica experimenta cierta expansión, y este desarrollo implicaba un costo energético que se sustentó en la tala de los bosques europeos. Resulta sorprendente sin embargo que fueran tempranamente emparentados las reacciones de combustión y el enmohecimiento que sufrían los metales.

Corre la primera década del siglo XVIII cuando surge la teoría del flogisto defendida por el médico-químico alemán George E. Stahl (1660-1734). Según Stahl el flogisto podía considerarse como un principio elemental que se liberaba rápidamente por los combustibles al arder y durante la calcinación de los metales, o lentamente durante su enmohecimiento. Siguiendo el pensamiento del flogista, el metal representaba la sustancia compuesta mientras la escoria oxidada, resultante de la pérdida del flogisto, significaba la sustancia más elemental.

La tercera transformación química, de máxima importancia en la época, la liberación de los metales por reducción de los minerales bajo la acción del carbón vegetal y el calor, era interpretada como una transferencia del flogisto desde el carbón hacia el mineral con lo cual el metal resultante se hacía rico en flogisto.

Se discute la influencia de la teoría del flogisto en el desarrollo inicial de la Química, pero lo cierto es que la larga actividad profesoral de Stahl desde su cátedra en la Universidad de Halle, preparó a numerosos discípulos que luego difundieron sus doctrinas. Por otra parte el esfuerzo teórico integrador de dos procesos químicos relevantes puede situarla en el terreno de lo positivo, pero lo cierto es que la aplicación de estas concepciones a la interpretación de los resultados experimentales obtenidos al estudiar reacciones en que participaban los gases condujo a no pocos errores y desviaciones del camino conducente a la explicación objetiva de los hechos.

Así Henry Cavendish (1731-1810) al investigar con particular atención las propiedades sobresalientes del gas liberado durante la reacción del ácido clorhídrico con algunos metales especuló sobre la posibilidad del aislamiento del propio flogisto. Al lanzar esta hipótesis se basó en dos de sus propiedades: era el gas más ligero de los conocidos y presentaba una alta inflamabilidad. A Cavendish corresponde el mérito de haber determinado algunas constantes físicas que permitieron objetivamente diferenciar unos gases de otros.

A mediados del XVIII, Joseph Black estudiaba la descomposición térmica de la piedra caliza cuando advirtió que se formaba cal y se liberaba un gas. Llamó su atención que la cal producida en esta reacción, expuesta al aire regeneraba la caliza. Era la primera vez que se tenía una clara evidencia acerca de la reversibilidad de un proceso químico y por otra parte se ponía de manifiesto que el aire debía contener al gas que luego se fijaba a la cal para “devolver” la caliza. Pero la concepción del aire como elemento inerte impedía penetrar en la esencia del proceso.

Nuevos resultados de Black, al abordar la combustión de una vela en un recipiente cerrado, serían otra vez malinterpretados. Fue comprobado que se liberaba el mismo gas que en la descomposición de la caliza y que si este gas era colectado en un recipiente, en la atmósfera resultante tampoco se lograba reiniciar el proceso de combustión de la vela.
En términos de la teoría del flogisto se empañaba la lectura de los resultados, y se hacía ver que era obtenido un aire "saturado de flogisto" que impedía la combustión en su seno.

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